jueves, 9 de febrero de 2012

Te acompaño en el sentimiento, Justicia

Ayer condenaron al juez Baltasar Garzón y quedó demostrado que la Justicia es una utopía, que son los poderosos los que prevarican dictaminando lo que es justo e injusto. Pero esto es solo una opinión, no lo olvidéis. Este país hoy es otra vez más de zambomba y pandereta, y ha consagrado con una sentencia de inhabilitación que avergüenza  a toda la humanidad en general y a los españoles en particular, el fomento del "trinque" entre los de siempre, los que mandan, los que cuentan en sus cuentas de resultados... Nosotros solo podemos contar historias para que los que quieran aprendan a distinguir la paja del grano, lo legítimo de lo ilegítimo.
¡Cuánto lo siento, Baltasar! 


 
    Casa velada

Me cago en la casa y en todo lo que la rodea. Si hubiera sabido lo que ocurriría la primera vez que la vi, habría pasado de largo con los ojos cerrados. Pero la ignorancia es la madre de la temeridad y la curiosidad su mejor compañera. Por eso sospecho que esa comezón del no saber la desencadenó el puro y simple hecho de ver  la fotografía del senador. La prensa siempre ofrecía la misma:  en la puerta de su casa y  con el pelo a raya, las dos porciones escandidas como un yambo; los ojos pequeños y arrimados al cogote buscando el cerviguillo en un intento de reducir el diámetro de su pescuezo;  y, sobre todo, esa puta sonrisa de profidén que, en mi incipiente obsesión parecía ya andar en tratos con el rey de los destellos: “¿De qué o de quién se reirá este mentecato?” parecía estar escrito en la astilla que hendía mi cerebro...


Estoy seguro de que la casa tenía algo que ver.  Al igual que él, era una mole sin gracia.  Un arquitecto majadero la había construido con grandes tablones horizontales de madera; había desparramado luego por sus múltiples fachadas ventanas, portillos, claraboyas, tragaluces y troneras sin la menor ponderación; y, por último, había intentado eliminar su siniestra apariencia de batiburrillo abigarrado pintándola de blanco, lo que conseguía justo el efecto contrario: el resplandor llamativo de su corpachón voceaba su presencia a más de cinco kilómetros de distancia.


Indultaban a este adefesio, sin embargo,  dos detalles de su emplazamiento: velaba su retaguardia, a no más de doscientos metros, un gran robledal, probable origen de la madera de sus paredes; y protegía su frente el mismísimo océano Atlántico, que derramaba su espuma a pocos metros de los peldaños del zaguán y se avenía a domesticar su ferocidad mudándose en playa recoleta. Algunos patriotas de pacotilla decían que allí se hacía patente el poderío norteamericano, ya que hasta la bravura del océano se plegaba ante la enseña barriestrellada que ondeaba triunfal coronando el porche.


El caso es que acabó por transformarse en paseo habitual de mis tardes. El crepúsculo en sus inmediaciones adquiría unos tonos tan indescriptibles que procuraba no perderme ninguno:  el sol se acunaba despacioso hasta degollarse sobre las aguas con una violencia sosegada y tan cotidiana que parecía plausible suponer que podría no volver a remontar. Y esa inquietud ante tan remota posibilidad me arrastraba allí como un imán a un trozo de hierro.


Hasta que llegó aquella tarde.  El sol, como casi siempre,  se esforzaba en derrochar imaginación desahaciéndose en un raudal de tonos rojizos, violáceos, amarillentos... Pero en esta ocasión el senador estaba en el porche, apoyado en la balaustrada. Lo sé porque al ver moverse una silueta en la distancia la enfoqué con los prismáticos que solía llevar.  Mi curiosidad desmesurada hizo que no me perdiera detalle. Vi que él, como yo, también disfrutaba del atardecer, aunque dividía  su interés entre el sol y la bandera que flameaba plácidamente sobre su cabeza, pero me llamó la atención el hecho de que su camisa blanca estuviera profusamente manchada de sangre, líquido que también parecía gotear de su mano derecha y del filo de un gran cuchillo de carnicero que sostenía con la izquierda –era zurdo-.  Un reguero escarlata discurría a lo largo del porche hasta morir en la esquina contraria.


Cuando volví a enfocar con los prismáticos al senador, éste me miraba directamente a los ojos. Su sonrisa de profidén brillaba más si cabe, pero un ligero rictus en sus labios hacía que sus comisuras descendieran levemente, dibujando un gesto de golosa crueldad.


*     *     *

No he vuelto a visitar la puta casa. No sé qué carnicería organizó el senador en su interior. Aunque los habitantes de esta zona son proclives a dejar las ventanas abiertas,  no quise desplazarme para curiosear a través de una de ellas. En aquel momento estaba seguro de que viera lo que viera, jamás podría olvidarlo. 

Y no me equivoqué.  No puedo olvidar la cara del senador mirándome a los ojos.



Fernando Lorente
(De: No enciendas la luz -en construcción-)

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